jueves, 30 de agosto de 2018

Educación para un mundo en colapso


Hace unos tres años mantuve una interesante conversación con uno de mis hijos, de la cual publiqué en Facebook un extracto. Quiero aquí colocar una reseña más completa, para aquellos que se identifican con mi forma de pensar, a quienes interesa la educación, con la finalidad de ayudarles a ubicarse un poco más, como me ocurrió a mí. Suelo decir que esa conversación fue un parteaguas en mi vida actual por la forma como terminó de situarme.

Mostré a mi hijo los libros que escribí de español para editorial IMAR, los cuales estaba revisando para su publicación. Cuando Eugenio los vio, su comentario (y la conversación subsiguiente) fue más o menos como sigue:

¿Sabes, mamá? Yo creo que el colapso para la humanidad, a estas alturas, ya es inevitable. No es cuestión de sí o no, sino de cuándo. Para que fuera evitable tendríamos que estar trabajando ya todos, en todo el mundo, y duro, para revertir las cosas que hemos venido haciendo mal a lo largo de muchas generaciones. Pero vemos que no es así, hay grupitos aislados que se preocupan y trabajan con mucho empeño por proteger especies animales en peligro de extinción, por reforestar los bosques o por limpiar las playas y el mar, pero a la gran mayoría de los seres humanos el asunto no parece preocuparles. A muchos no les interesa y otros muchos, quizá, ni se dan por enterados. Como si a nadie que tenga que ver con ellos pudiera afectarles lo que pase.

¿Cómo se va a producir ese colapso? No lo sabemos, pero podemos suponer algunas cosas. No va a ser un único gran colapso, sino crisis graves en diferentes ámbitos de la vida humana: crisis económica, crisis política, de salud (enfermedades nuevas, bacterias cada vez más resistentes, etc.); crisis del agua (en lo personal, la que más me aterra); crisis ecológica propiamente dicha (extinción de especies, contaminación de la atmósfera a niveles cada vez mayores, etc.), crisis energética, crisis poblacional, crisis alimentaria.

Cualquiera de ellas que se generalice y llegue a un nivel en el que sea definitivamente irreversible, va a “jalar”, a desencadenar a las demás. ¿Y qué va a pasar entonces? Tampoco podemos saberlo, pero también podemos imaginar algunas posibilidades: no es que nos vayamos a extinguir, a morir todos, eso sería en el peor de los casos; pero sí morirían muchas personas y, sobre todo, se produciría un fuerte retroceso en la forma como vivimos. ¿Hasta dónde? Imposible saberlo, pero es de temer que no sea de pocos siglos, sino mínimo hacia un equivalente de la edad media, si no es que más atrás, a la era de las cavernas. Lo ha mostrado muchas veces la ficción en películas y novelas, pero es muy probable que en un futuro muy próximo la humanidad deba enfrentarlo como una realidad.

Aquí lo que importa es la cantidad de conocimiento y cultura que seamos capaces de preservar los que vivimos ahora, porque ése será el punto de partida para los que queden. En ese orden de ideas, podemos decir que es responsabilidad de todos el trabajar para generar ese acervo que dejaremos a nuestros descendientes. Y también podemos decir que, por mal que suene, hay muchísimas personas que, si desaparecieran ahora mismo, la humanidad no perdería nada. No me refiero a personas como seres humanos, sino como generadores de acervo cultural: hay algunas personas, de todos los niveles socioculturales que se preocupan por causar un impacto positivo en la sociedad que les rodea; y hay personas, muchísimas, y también de todos los niveles, que sólo viven para su propio provecho y ni siquiera el futuro de sus hijos les interesa tanto como para preocuparse por contaminar menos, o por dar un ejemplo de honestidad y trabajo en favor del medio ambiente, por poner un par de ejemplos. En ese orden de ideas, el trabajo de un maestro es, por su misma naturaleza, uno de los que más impacto causan.

Llegados a este punto de la conversación, tomó mi hijo los libros que le acababa de mostrar y me dijo: “Esto, mamá, es tu cuota de impacto positivo en la sociedad. Tú no sobras, tú eres una persona valiosa”.

Al margen de lo satisfactorio que es que mi hijo tenga esa opinión de mí, quiero decir que esta conversación me terminó de situar en algo de lo que era medianamente consciente: la responsabilidad de incluir en mis textos educativos, y además del objetivo que ya tienen de desarrollar el pensamiento y facilitar el aprendizaje, temas de formación de conciencia, ideas que puedan ser útiles para el caso de que mis nietos y los hijos de mis nietos, y sus contemporáneos, tengan que enfrentar esos escenarios apocalípticos que se avizoran en un futuro, por desgracia, ya no tan incierto ni tan lejano.